Le pregunté mil veces sonriendo tiernamente. Lo negó mil mas, besándome para acallar mis interrogatorios. Me hizo el amor, y un sentimiento de culpa injustificado menguaba su belleza ya marchita. Escondido del mundo, me ocultaba en la noche con historias fantásticas y me contaba sus fábulas de príncipe envolviéndome en sus falacias tontas. En mis vestigios de lucidez, resultaba evidente un desacuerdo con la realidad, y al increparlo, inteligentemente me tomó de la cintura y me mostró el sol arrullándome con Schopenhauer. Pero la verdad se le escapaba en sus descuidos y con mis lágrimas las disimulaba rápidamente. Como todo hombre de su edad con el mínimo de inteligencia necesario, conocía el poder del ego en las personas, y embaucó el mío con palabras empalagosas, repetición de mis desenfados egocéntricos a los cuales le invité y contaminó.
Luego, disfrazado de consideración y humanidad, desapareció. No entendí, le busqué y no le hallé por mucho tiempo. Al encontrarlo, mintió más veces en sus desgastados papeles patéticos a los que me tenía acostumbrada. Luego, bailó como un mono con un guión memorizado tan estúpido como real, me divertía creyéndose dueño de mi fe.
Y le encontré nuevamente, tan devaluado como desprovisto que me alegré que así fuera.
Y encajó fácilmente aquella ficha, entendí el sentido de mis sospechas e intuición y descubrí su fealdad en todo su esplendor. Era él tan humano que merecía lo que tenía a su costado y lo que ya no.
viernes, 7 de enero de 2011
Suscribirse a:
Entradas (Atom)