Los reencuentros inesperados remecen nuestro interior, para bien o para mal, se exaltan los sentidos con diferentes intensidades y nos recuerdan nuestra condición humana.
Los más trascendentales transforman nuestra vida, sobre todo si sobre la base del perdón se asientan tranquilamente. Anoche llamó a mi puerta una mujer. Era bella y su belleza me resultaba conocida aunque por primera vez, la había notado en realidad. Al hablar, su voz me acurrucó aunque estruendosa, por momentos, cantaba demasiado mal. Al reir, llenó mi cuerpo de alegría y no pude menos que sonreirle también y desear reir igual de fuerte. Comenzó a bailar sin razón, y al invitarme me dijo que celebráramos juntas este día. Algo cansadas, nos sentamos a conversar. Me habló de sus sueños, me mostró su corazón y vi su alma. Me comentó de sus pecados. Y de todas sus historias de amor, vi cuan feliz había sido aquella persona y me sorprendió el amor que de diferentes personas y de diversas formas había generado. También estaba un poco loca pero era imposible no quererla.
¿Qué es lo que te falta para ser feliz? le pregunté. Un silencio tormentoso parecióme eterno esperando su respuesta. Me causó gracia que en lugar de responder, definiera primero la felicidad, luego dijo: "quedarme siempre a tu lado"."Eran momentos inocentes, intensos, auténticos, fuertes, luchadores y ambiciosos". Y, ¿acaso algo ha cambiado?, le pregunté.
"Sólo una cosa, en realidad", me contestó. ¿Y qué es eso? inquirí al borde de la desesperación que por momentos se sintieron crueles. "¿No lo ves?. Ahora ya no nace del corazón, te fuerzas a hacerlo".
Pensé por un momento, por muchos más. Entonces dijo, "por eso he venido a quedarme a tu lado". Me mostró un espejo, el mismo espejo burlón. Mi imagen sonreía, nuestra imagen idéntica.
Ella era yo, tres años ha.
viernes, 10 de diciembre de 2010
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